ALUMNOS

"Mujeres Migrantes"

  “Dices ‘Iré a otra tierra, hacia otro mar y una ciudad mejor con certeza hallaré. Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado, y muere mi corazón lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.   Donde vuelvo mis ojos solo veo las oscuras ruinas de mi vida y los muchos años que aquí pasé o destruí’. No hallarás otra tierra ni otra mar. La ciudad irá en ti siempre (...)” (Konstantino Kavafis, “La ciudad”)   Son muchos los motivos por los que una persona opta por cambiar el lugar donde nació, o simplemente donde reside, por otro más o menos lejano. Problemas económicos, discriminaciones raciales, políticas, religiosas o sexuales, crisis familiares y una cierta  escalada en la cualificación educativa son algunas de las razones que empujan a la gente a emigrar. Madrid, una de las principales capitales europeas, es una ciudad tradicionalmente receptora de inmigración. En las décadas de los 50 y 60 del siglo XX, con las fronteras españolas cerradas al exterior por la dictadura franquista, fue uno de los lugares a donde llegaban, en busca de trabajo, habitantes de otras provincias; en los últimos años del milenio, con el crecimiento económico del Viejo Mundo y un mayor desarrollo en todos los ámbitos, vio cómo se mezclaban, en sus calles, razas, culturas y acentos de otros países. De todo el planeta. Ya sea una emigración voluntaria o no, el discurso de quien abandona su nido habitual en pos de uno nuevo siempre es el mismo: “Busco una vida mejor”. Pero la decisión adoptada, ¿implica necesariamente ser más feliz? A pesar de que el artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos afirma que “toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” y también “a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”, la práctica demuestra que tanto los Estados como sus habitantes establecen restricciones de muy diversos  tipos. Se señala de forma especial a una mujer que lleve un velo o que vista un sari; se teme a un chico marroquí que pasee por una calle cualquiera; se mira con recelo a un grupo de ecuatorianos que se reúna en un parque a celebrar costumbres diferentes a las  ‘normales’; se desconfía de una china que venda comestibles; se pide la documentación  a unos nigerianos que salen de una estación de metro… Los medios de comunicación hablan a menudo de racismo cuando realmente quieren apelar a la xenofobia, término de origen griego compuesto por xénos (“extranjero”) y phóbos (“miedo”), que, según la definición del Diccionario de la Real Academia  Española de la Lengua, significa “odio, repugnancia u hostilidad hacia los extranjeros”. Esa hostilidad proviene del ‘miedo al otro’, algo que, en la mayoría de casos, está vinculado al desconocimiento de cultos ajenos y a la ignorancia sobre costumbres extranjeras. Cuando, además, la situación económica y social de un país no es tan idílica ni tan propicia como en el momento en que comenzó el flujo migratorio, todas las miradas de rencor y las explicaciones para lo negativo se dirigen a quien viene de fuera. En medio de esa escena, las mujeres presentan un papel protagónico.

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