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Lola Guerrera en Huelva

Lola Guerra inaugura "Lo Vulnerable" en la Sala de La Provincia en Huelva tras recibir la Beca Daniel Vázquez Díaz.

En Lo vulnerable, la antigua alumna del Master Lola Guerrera plasma su experiencia creativa en instalaciones con un componente común: lo efímero de la escultura congelada a través del acto fotográfico; y lo hace buscando puntos de conexión entre lo que permanece y lo que no; luces y sombras, naturaleza y artificio, contextos contrapuestos en un mismos fluir. La exposición está compuesta por fotografías y vídeos.

Juan Jesús Torres escribe sobre esta exposición:

Lo Vulnerable fue, sobre todo, una cabaña; refugio simbólico, escondrijo o madriguera. Una metonimia de la debilidad de un cuerpo que protege como un paraguas calándose, de la preocupación sobre unas expectativas de total amparo. Ahora Lola Guerrera (Córdoba, 1982) es madre con un cuerpo falible y efímero. ¿Has imaginado mirarte a través de los ojos de un niño (tuyo porque lo has fecundado, engendrado y alimentado, porque fuiste y eres su caparazón)? Podrás escuchar el flujo de tu organismo, sentir los crujidos del tiempo, adivinar tu ruina. Quédate ahí, se escucha, pero continuemos. A Lola le interesa el paisaje construido (imposible quizás), unión de dos o más elementos para formar un tercero único, momento de la concepción. Aquí el paisaje es un objeto contenido y retenido en un interior, como una semilla que se gesta; el producto de la noción. Una habitación empapelada (dispuesta a mojarse y decaer, a quemarse y desaparecer), una nube naranja que se esfuma, un bandada de pájaros construidos, un cosmos de flores, una luz que se agota en un momento determinado e indeciso sobre palmeras pacientes. Preocupada por ese instante incógnito, Lola se esfuerza en resolver la incertidumbre de una ecuación en la que fotografía más escultura es igual a un derrame.

Lo Vulnerable fue también una vanitas, pero al mismo tiempo fue una negación de la misma. Una vanitas es un alegato a la imposibilidad de la supervivencia, el momento justo en el que la naranja (o el limón o la perdiz recién cazada) se pudre. Descomposición por falta de vida, por inservible. A Lola le fascina el bodegón del siglo XVIII, aquel que quiere fijar lo efímero que se encuentra siempre en movimiento. De su estudio extrae una materia prima esencial en su trabajo, las flores, condenadas a marchitarse, dramáticas por la saña del tiempo hacia su belleza. La vanitas de Lola es un recuerdo común, un lugar compartido, un tópico en el sentido de Aristóteles; nos sabemos en descomposición. La consciencia de la muerte nos hace vivos. Pienso que Lola es escultora incluso si la siente insuficiente, demasiado inmediata, quizás. Su pulsión fotográfica compone un sentido más amplio, un cierto carácter perdurable, como una novela que sobrevive en una biblioteca cualquiera. Y como en una novela de situaciones y personajes que cambian, hay algo de metamorfosis. Es obvia su vanitas pero no funciona como testimonio del tiempo fugado, sino como testimonio de su implacable poder de reducción a hecho natural; la crisálida que un gusano construye para transformarse de estado vivo (capaz de procrear) a no-vivo (de alas que no vuelan).

Metamorfosis, entonces. Etimológicamente es una alteración de la forma. Sorteemos la de Ovidio y la de Kafka, no son transformaciones que nos afanen; ambas ocurren por una naturalidad espontánea. En las imágenes de Lola se encuentra se sabe el final porque se adelanta, se poetiza y a su vez se desenmascara el viaje. Pero Kafka; en El Proceso un hombre es detenido y enjuiciado sin saber qué ha pasado para encontrarse en esa situación. ¿Acaso no es eso el paso vital? La angustia por encontrar explicaciones antes de que el tiempo nos consuma. Duele mucho, pero nos enamoramos de la vida profundamente, pasión escalonada cuando entendemos el no retorno y cuando nos sabemos delicados. La vulnerabilidad conocida es como la de la cochinilla que se engurruñe en una bola, exigua ante el peligro. Si alguien quisiese matarla lo haría, aunque ella crea que no. Lo que llamamos defendernos es una metonimia del miedo intenso al estado de no-vida. No podemos hacer nada, sólo retórica.

En una fotografía de Lola, La Espera (2013), alguien ha aguardado tanto que se ha convertido (metamorfosis) en hojas que, antes o después, se las llevará el viento o serán pasto de otras vidas. Hojas esqueléticas, hojas como resto. Todos los años, cuando el verano decae, los olmos de Madrid son devorados por galerucas que se sacian con la clorofila y la savia del árbol a través de sus hojas. Lola decide recoger aquellos despojos que fueron pétalos, embelesada por su estado trágicamente bello. Turbada por los efectos de la enfermedad, un día Lola decide colocar algunas de esas hojas sobre una de las peceras con las en ocasiones trabaja. Una luz a modo de sol para iluminarlas y el resultado es una constelación de sombras, una proyección cósmica. Es lo que ha hecho siempre la ciencia, servirse de nuestro remoto y solitario planeta para entender cuál es nuestro lugar en el cosmos, tratar de responder a las pregunta eterna; ¿qué es todo esto? Los físicos de hoy son capaces de descifrar el código que tutela un universo apabullante y antiguo a través de las cosas más ínfimas, tan mínimas como libres, tan exactas como un bosón. Y lo hacen a través de la luz, de su control, de su materialidad, de sus secretos; luz que fue omnipresente, invisible e iluminadora como un dios en la mesa de disecciones.

Lola, ahora, incorpora la luz (materia lumínica desmenuzable) a sus composiciones como elemento elástico, escultórico. La vulnerabilidad es producto de la inmensidad, de la imposibilidad de cubrir o de agarrar. La muerte, como el cosmos, es inconcebible por aplastante, tan desconcertante como seductor. La única posibilidad de vinculación con lo inabarcable es a través de lo exiguo, del guiño revolucionario que sería convertirse en otro universo, la concepción de otra vida. La interconexión con el todo llega a través de la fragilidad de una madre. En una de las fotografías de Lola una luz descompuesta por un prisma (o reconstruida quizás) se proyecta sobre una montaña de sal, un cúmulo de minúsculos cristales que multiplican el efecto; sólo un haz proyectado es el comienzo de una infinidad de relaciones, de nuevos arco iris, de nuevas cosmologías. Lucrecio situó a un arquero en el límite de la Tierra y éste lanzó una flecha hacia el universo para preguntar “¿Deseas que tirada con gran fuerza vuele ligera por llegar al blanco, o piensas que la impide algún estorbo su vuelo y no la deja ir delante?” Curiosamente son ambas cosas; paradoja resuelta, y es que en definitiva es así como medimos, a través de la incapacidad de comprender distancias que no son vitales (por falta de tiempo). La reducción se antoja fundamental, el universo a escala humana. En otro gesto, Lola proyecta luz sobre tres pequeñas pirámides de cristal y observa el resultado sobre papel milimetrado; por mímesis, ahí está la magnitud.

Quién sabe si en cada una de las partículas de aquel polvo luminoso no encierra todo un universo con sus miles de millones de planetas. Inmersos en una secuencia de incongruencias parece que ya no sirve un discurso basado en sucesos, sino en una cascada de experiencias. La galaxia más lejana que hemos encontrado se formó sólo unos cuantos millones de años después del Big Bang y su apariencia conocida (la que vemos) es la que tenía hace trece mil millones de años. Probablemente sea una galaxia extinta; es en todo caso una ruina, un desecho, una sombra. Nos debemos conformar con lo que vemos aun sabiendo de que es todo una ilusión; no existe el horizonte, ni siquiera el sol que vemos ponerse es el nuestro, es sólo un juego óptico. Somos, entonces, presos de una historiografía fundamentada en convenciones, un intento pobre de dotar sentido a la existencia porque, en suma, apenas tenemos idea de qué hacemos aquí. La nueva vulnerabilidad que afronta Lola tiende al origen, a nuestra debilidad por desconocimiento, a nuestra exposición al cosmos, a la lucha contra el oscurantismo. La diferencia (différance), el quiebro, es la luz sometida, anatómicamente resuelta. Luz; ondas en movimiento desenfrenado, la mayor de las exactitudes. Lola busca lo vulnerable desde el refugio que es ella, desde aquella cabaña sobre una cama, hasta un juego de atracciones orbitales, una danza cuántica por la que un todo (paradójico como el de Lucrecio) se mueve.

Juan Jesús Torres, 2015.


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